febrero 22, 2013

El Licor de la Panadería



En medio del tumulto quiere verse y sentirse como uno más, como un estudiante más, como un trabajador más, como una secretaria más, como un oficinista más, como un ladrón más, como una puta más, como un transeúnte más, pero su apariencia y las miradas de la gente no se lo permiten. Sus deseos de anonimato se ven frustrados una vez más.

Hace la fila como todos para coger el bus, sabe que los choferes creen que va a pedir plata y por eso se sube con el billete en la mano, agitándolo como banderita de patriota en el día de la independencia. Lo bombardean las miradas, las sonrisas, las caras temerosas, las expresiones de lástima y las de curiosidad, supone que debe sonreír pero no puede; a estas alturas de la noche, a estas alturas de la vida la cara de culo es indisimulable y prefiere mirar por la ventana. Mira todo y nada. No se sabe si la ciudad pasa ante sus ojos o sus ojos sobre la ciudad. En las luces no ve esperanza, en los perros no ve compañía, en las casas no ve protección, en la gente no ve familia, en las calles no ve caminos; simplemente mira y trata de recordar el día en que veía otras cosas en las luces, los perros, las casas, la gente y las calles.

El bus llega al barrio. Se baja donde siempre. Toca el timbre del bus en la esquina de la iglesia para que lo deje frente a la panadería. Los vecinos que lo conocen lo saludan con un gesto o lo ignoran -dependiendo del caso- como a un vecino más; los que no lo conocen lo miran esperando una sonrisa o algún gesto de amable vecindad en respuesta, pero a estas alturas de la noche, a estas alturas de la vida la cara de culo es indisimulable. Compra una panela y dos panes para el desayuno y una botella del licor barato que venden en la panadería. No es el que le gusta pero es el que puede pagar. Cruza la puerta y se percata de tener suficientes cigarrillos. Quedan dos ¡Dos putos cigarrillos! No sabe si está fumando más que siempre o si ahora los hacen con la intención de que duren menos y así la gente tenga que comprar más. No tener cigarrillos en el bolsillo es como tener que usar botas sin medias: se puede pero aburre, estresa, desespera, incomoda y a veces duele. Las monedas  del bolsillo no alcanzan, sólo tiene el billete que al día siguiente tendrá que agitar como banderita de patriota en el día de la independencia para que el conductor del bus vea que no se sube a pedir plata. Habla con el encargado de la panadería y, para fortuna suya, guarda los cigarrillos en el bolsillo de los cigarrillos y se despide diciendo “Gracias, vecino. Mañana se los pago”.

Un cuarto de tres por dos, un viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero, vasos sucios, un plato con moronas de pan, un cenicero aquí y otros más por allá, un par de cajas  llenas de ropa, algunos zapatos gastados al lado de las cajas, un pedazo de pared lleno de stickers de caritas felices, y al lado la mesa, encima de la mesa el Único radio. No –sólo- es el Único porque no haya más de su especie, es el Único porque solamente tiene ese aparato para conectar al enchufe de la pared y porque es el Único que lo acompaña, el Único que le conversa, le canta y le susurra en las noches.

Se va al baño que comparte con los demás inquilinos. Por suerte no tiene que saludar a nadie, a estas alturas de la noche, a estas alturas de la vida la cara de culo es indisimulable. Orina sus penas, caga sus desgracias y mientras se baña las manos con jabón Rey el espejo amarillento y manchado le dice que está viejo y que se ve ridículo. Se odia, se desprecia, siente lástima por él mismo. Se moja la cara y se embadurna de jabón, se estriega con fuerza, con rabia, con frustración, como tratando de quitarse la vejez y la ridiculez, como escarbando en un rostro que no es el suyo para encontrarse con uno que lo haga sentir mejor. El jabón sucio se escurre por el sifón lleno de pelos de vecino, se enjuaga las manos y vuelve a su cuarto de tres por dos, al viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero, a los vasos sucios, al plato con moronas de pan, al cenicero de aquí y a los otros de por allá, al par de cajas  llenas de ropa, a los zapatos gastados al lado de las cajas, al pedazo de pared lleno de stickers de caritas felices, a la mesa y al Único radio.

El locutor de la emisora, consciente de que a esa hora no lo escucha mucha gente y de que quienes lo escuchan no esperan efusividad ni sobresaltos de su parte, habla con calma y una exhalación inoportuna delata su vicio de media noche. “Que se destapen las botellas y que se llenen las copas”, dice como preámbulo para la canción que sigue, y como por casualidad, del otro lado de la radio, sentado sobre el viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero se abre la botella de licor barato que venden en la panadería. Escuchaba “Viejo farol que alumbraste mi pena / aquella noche que quise olvidar…” y mientras seguía la letra de la canción en la mente, pasaba el primer trago. Canción tras canción se fue vaciando la botella. En algún momento de la mañana, cuando aleteaban los gallos más madrugadores y los primeros buses empezaban su recorrido, el contenido de la botella desapareció y el hombre soltero cayó dormido sobre el viejo colchón matrimonial.

Son un poco más de las diez de la mañana cuando despierta. Ve su cuarto de tres por dos, el viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero, los vasos sucios, el plato con moronas de pan, el cenicero aquí y los otros por allá,  las dos cajas  llenas de ropa, los zapatos junto a las cajas, el Único radio sobre la mesa y el pedacito de pared lleno de stickers de caritas felices. Sonríe. Levanta la almohada, saca un sticker de carita feliz y lo pega al lado de los demás. Sonríe de nuevo. Se baña, se viste y desayuna aguadepanela y dos panes, toma la peluca y el maquillaje, va al baño y se pinta esa sonrisa inmensa que llama la atención de la gente. Toma el billete que agitará como banderita de patriota en el día de la independencia para mostrarle al chofer del bus que no se va a subir a pedir plata. Camina hasta la panadería, cruza la calle y para el primer bus que ve venir, se sube por la puerta de atrás mientras aplaude y ríe estrepitosamente, una señora salta por la sorpresa y él, con una voz chillona, le dice: “No se me asuste señora que yo vengo es a alegrarle la mañana, mi nombre es Juanchís, el payasito feliz…”