En medio del
tumulto quiere verse y sentirse como uno más, como un estudiante más, como un
trabajador más, como una secretaria más, como un oficinista más, como un ladrón
más, como una puta más, como un transeúnte más, pero su apariencia y las
miradas de la gente no se lo permiten. Sus deseos de anonimato se ven
frustrados una vez más.
Hace la fila
como todos para coger el bus, sabe que los choferes creen que va a pedir plata
y por eso se sube con el billete en la mano, agitándolo como banderita de
patriota en el día de la independencia. Lo bombardean las miradas, las
sonrisas, las caras temerosas, las expresiones de lástima y las de curiosidad,
supone que debe sonreír pero no puede; a estas alturas de la noche, a estas
alturas de la vida la cara de culo es indisimulable y prefiere mirar por la
ventana. Mira todo y nada. No se sabe si la ciudad pasa ante sus ojos o sus
ojos sobre la ciudad. En las luces no ve esperanza, en los perros no ve
compañía, en las casas no ve protección, en la gente no ve familia, en las
calles no ve caminos; simplemente mira y trata de recordar el día en que veía
otras cosas en las luces, los perros, las casas, la gente y las calles.
El bus llega
al barrio. Se baja donde siempre. Toca el timbre del bus en la esquina de la
iglesia para que lo deje frente a la panadería. Los vecinos que lo conocen lo
saludan con un gesto o lo ignoran -dependiendo del caso- como a un vecino más;
los que no lo conocen lo miran esperando una sonrisa o algún gesto de amable
vecindad en respuesta, pero a estas alturas de la noche, a estas alturas de la
vida la cara de culo es indisimulable. Compra una panela y dos panes para el
desayuno y una botella del licor barato que venden en la panadería. No es el
que le gusta pero es el que puede pagar. Cruza la puerta y se percata de tener suficientes
cigarrillos. Quedan dos ¡Dos putos cigarrillos! No sabe si está fumando más que
siempre o si ahora los hacen con la intención de que duren menos y así la gente
tenga que comprar más. No tener cigarrillos en el bolsillo es como tener que
usar botas sin medias: se puede pero aburre, estresa, desespera, incomoda y a
veces duele. Las monedas del bolsillo no
alcanzan, sólo tiene el billete que al día siguiente tendrá que agitar como
banderita de patriota en el día de la independencia para que el conductor del
bus vea que no se sube a pedir plata. Habla con el encargado de la panadería y,
para fortuna suya, guarda los cigarrillos en el bolsillo de los cigarrillos y
se despide diciendo “Gracias, vecino. Mañana se los pago”.
Un cuarto de
tres por dos, un viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero,
vasos sucios, un plato con moronas de pan, un cenicero aquí y otros más por
allá, un par de cajas llenas de ropa,
algunos zapatos gastados al lado de las cajas, un pedazo de pared lleno de
stickers de caritas felices, y al lado la mesa, encima de la mesa el Único
radio. No –sólo- es el Único porque no haya más de su especie, es el Único
porque solamente tiene ese aparato para conectar al enchufe de la pared y
porque es el Único que lo acompaña, el Único que le conversa, le canta y le
susurra en las noches.
Se va al
baño que comparte con los demás inquilinos. Por suerte no tiene que saludar a
nadie, a estas alturas de la noche, a estas alturas de la vida la cara de culo
es indisimulable. Orina sus penas, caga sus desgracias y mientras se baña las
manos con jabón Rey el espejo amarillento y manchado le dice que está viejo y
que se ve ridículo. Se odia, se desprecia, siente lástima por él mismo. Se moja
la cara y se embadurna de jabón, se estriega con fuerza, con rabia, con
frustración, como tratando de quitarse la vejez y la ridiculez, como escarbando
en un rostro que no es el suyo para encontrarse con uno que lo haga sentir
mejor. El jabón sucio se escurre por el sifón lleno de pelos de vecino, se enjuaga
las manos y vuelve a su cuarto de tres por dos, al viejo colchón matrimonial
donde duerme un hombre soltero, a los vasos sucios, al plato con moronas de
pan, al cenicero de aquí y a los otros de por allá, al par de cajas llenas de ropa, a los zapatos gastados al
lado de las cajas, al pedazo de pared lleno de stickers de caritas felices, a
la mesa y al Único radio.
El locutor
de la emisora, consciente de que a esa hora no lo escucha mucha gente y de que
quienes lo escuchan no esperan efusividad ni sobresaltos de su parte, habla con
calma y una exhalación inoportuna delata su vicio de media noche. “Que se
destapen las botellas y que se llenen las copas”, dice como preámbulo para la
canción que sigue, y como por casualidad, del otro lado de la radio, sentado
sobre el viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero se abre la
botella de licor barato que venden en la panadería. Escuchaba “Viejo farol que
alumbraste mi pena / aquella noche que quise olvidar…” y mientras seguía la
letra de la canción en la mente, pasaba el primer trago. Canción tras canción
se fue vaciando la botella. En algún momento de la mañana, cuando aleteaban los
gallos más madrugadores y los primeros buses empezaban su recorrido, el
contenido de la botella desapareció y el hombre soltero cayó dormido sobre el
viejo colchón matrimonial.
Son un poco
más de las diez de la mañana cuando despierta. Ve su cuarto de tres por dos, el
viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero, los vasos sucios, el
plato con moronas de pan, el cenicero aquí y los otros por allá, las dos cajas
llenas de ropa, los zapatos junto a las cajas, el Único radio sobre la
mesa y el pedacito de pared lleno de stickers de caritas felices. Sonríe.
Levanta la almohada, saca un sticker de carita feliz y lo pega al lado de los
demás. Sonríe de nuevo. Se baña, se viste y desayuna aguadepanela y dos panes,
toma la peluca y el maquillaje, va al baño y se pinta esa sonrisa inmensa que
llama la atención de la gente. Toma el billete que agitará como banderita de
patriota en el día de la independencia para mostrarle al chofer del bus que no
se va a subir a pedir plata. Camina hasta la panadería, cruza la calle y para
el primer bus que ve venir, se sube por la puerta de atrás mientras aplaude y
ríe estrepitosamente, una señora salta por la sorpresa y él, con una voz
chillona, le dice: “No se me asuste señora que yo vengo es a alegrarle la
mañana, mi nombre es Juanchís, el payasito feliz…”
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