noviembre 20, 2016

UN LIBRO BAJO EL BRAZO


Tomar el tren, y cualquier medio de transporte, es tal vez una de las actividades más rutinarias -y por tanto aburridas- a las que un ser humano debe enfrentarse; más aún cuando debes usarlo de lunes a viernes, de mañana y de tarde para ir y volver de tu casa a la universidad. De vez en cuando sucede algo extraordinario; un vendedor divertido y locuaz, un performer talentoso, una conversación -ajena- entretenida o una canción nueva en la emisora. Ese día no sucedió nada de eso. Ese día vi al chico del libro.



No había recorrido más de tres estaciones y ahí se subió. Su ceño fruncido y su mirada fija en ningún lugar para evitar cualquier contacto visual con sus compañeros de viaje contrastaban con la sonrisa casi perfecta que yo sospechaba -y que luego habría de comprobar, sin querer- que ocultaba tras esa fachada de seriedad. No era un chico musculoso como los que me coquetean en el gimnasio de la universidad y no sabía si tenía algún talento oculto que me hiciera sentirme atraída por él, pero algo había. No sabía si era su peinado, su barba, sus lentes naranjas, los tatuajes que se asomaban bajo las mangas de su camisa o el hecho que el único objeto que llevara consigo fuera un libro bajo el brazo.



A pesar de estar de pie, no miraba su celular, no se movía más que para dejar pasar a la gente que subía y bajaba estación tras estación. Tampoco leía el libro, sólo lo llevaba ahí, bajo el brazo. Era imposible saber lo que estaría imaginando mientras contemplaba el mundo a través de esos lentes medio hípsters. Yo sólo deseaba que no se diera cuenta de que era yo quien lo contemplaba a él, eso y mi timidez habrían arruinado lo extraordinario de ese viaje. Era muy divertido imaginar a dónde iba, en qué trabajaba, qué le gustaba desayunar, si sabía cocinar, con quién vivía, si sabía bailar, si prefería el vino o la cerveza, si prefería Cortázar o Borges, Calamaro o Fito, si era buen conversador, si prefería usar las escaleras o el ascensor, si le gustaba sentarse en el balcón a contemplar la ciudad o el atardecer, si tenía balcón (obviamente), si veía las noticias en televisión o las leía por internet, si tenía su cuarto lleno de afiches, de pinturas o de fotos, si besaba bien o era torpe, si esas manos delgadas sabían recorrer una espalda con calma y delicadeza o, por el contrario, era de esos hombres guapos pero sin talento para el amor.



Las estaciones quedaban atrás y yo sonreía imaginando todo sobre aquel muchacho sin nombre y sin voz. Durante mis cavilaciones el vagón se fue vaciando y frente a él quedó libre un asiento, pero no cualquier asiento; el chico que le estaba quitando lo ordinario a mi día se acomodó en uno de esos lugares que están de espaldas al frente. Suena raro, lo sé, pero ustedes me entienden. El caso es que después de fantasear e imaginar cosas sobre él, estaba ahí, en frente de mí. Ni bien encontró una posición adecuada, con todo lo difícil que es lograrlo en los asientos del tren, tomó el libro que tenía bajo el brazo y empezó a leer. Era un poco frustrante no poder ver el título, tal vez si sabía lo que estaba leyendo me enamoraría para siempre o me desencantaría como tantas veces. En ese momento descubrí dos aspectos positivos: por un lado, sus gafas no eran sólo para estar a la moda, sino que además las usaba para leer; por otro lado, y más reconfortante que lo anterior, mientras leía sonrió y me di cuenta de que mis predicciones sobre la perfección que se asomaba tras sus labios era real y absoluta.



Faltaban sólo tres paradas para bajarme y estaba tratando de juntar el poco valor que estaba desparramado por todo mi cuerpo de mujer tímida para decirle algo, dejarle mi número de teléfono o algo que me permitiera tomar un café con él un día y comprobar cuáles de mis teorías sobre él eran ciertas. No me dio tiempo de nada. Se levantó del asiento, se acercó a mí, como sosteniendo nuestras miradas con un silencio majestuoso que se rompió cuando, a no más de 20 centímetros de mis labios, en su acento de no ser de acá, con voz suave pero profunda, parafraseó aquella canción que ni recordaba que existía: “¿Sabes? ¡Tu sonrisa es la magia de los rock and rolles!”. Después se fue a la puerta justo cuando el tren llegaba a la estación. Se bajó y, mientras me ofrecía su amplia e inolvidable sonrisa, levantó su mano para enseñarme el libro que leía: “Manual práctico para enamoramientos efímeros a bordo de un tren cualquiera”.





Darwin Caballero

Noviembre de 2016

febrero 22, 2013

El Licor de la Panadería



En medio del tumulto quiere verse y sentirse como uno más, como un estudiante más, como un trabajador más, como una secretaria más, como un oficinista más, como un ladrón más, como una puta más, como un transeúnte más, pero su apariencia y las miradas de la gente no se lo permiten. Sus deseos de anonimato se ven frustrados una vez más.

Hace la fila como todos para coger el bus, sabe que los choferes creen que va a pedir plata y por eso se sube con el billete en la mano, agitándolo como banderita de patriota en el día de la independencia. Lo bombardean las miradas, las sonrisas, las caras temerosas, las expresiones de lástima y las de curiosidad, supone que debe sonreír pero no puede; a estas alturas de la noche, a estas alturas de la vida la cara de culo es indisimulable y prefiere mirar por la ventana. Mira todo y nada. No se sabe si la ciudad pasa ante sus ojos o sus ojos sobre la ciudad. En las luces no ve esperanza, en los perros no ve compañía, en las casas no ve protección, en la gente no ve familia, en las calles no ve caminos; simplemente mira y trata de recordar el día en que veía otras cosas en las luces, los perros, las casas, la gente y las calles.

El bus llega al barrio. Se baja donde siempre. Toca el timbre del bus en la esquina de la iglesia para que lo deje frente a la panadería. Los vecinos que lo conocen lo saludan con un gesto o lo ignoran -dependiendo del caso- como a un vecino más; los que no lo conocen lo miran esperando una sonrisa o algún gesto de amable vecindad en respuesta, pero a estas alturas de la noche, a estas alturas de la vida la cara de culo es indisimulable. Compra una panela y dos panes para el desayuno y una botella del licor barato que venden en la panadería. No es el que le gusta pero es el que puede pagar. Cruza la puerta y se percata de tener suficientes cigarrillos. Quedan dos ¡Dos putos cigarrillos! No sabe si está fumando más que siempre o si ahora los hacen con la intención de que duren menos y así la gente tenga que comprar más. No tener cigarrillos en el bolsillo es como tener que usar botas sin medias: se puede pero aburre, estresa, desespera, incomoda y a veces duele. Las monedas  del bolsillo no alcanzan, sólo tiene el billete que al día siguiente tendrá que agitar como banderita de patriota en el día de la independencia para que el conductor del bus vea que no se sube a pedir plata. Habla con el encargado de la panadería y, para fortuna suya, guarda los cigarrillos en el bolsillo de los cigarrillos y se despide diciendo “Gracias, vecino. Mañana se los pago”.

Un cuarto de tres por dos, un viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero, vasos sucios, un plato con moronas de pan, un cenicero aquí y otros más por allá, un par de cajas  llenas de ropa, algunos zapatos gastados al lado de las cajas, un pedazo de pared lleno de stickers de caritas felices, y al lado la mesa, encima de la mesa el Único radio. No –sólo- es el Único porque no haya más de su especie, es el Único porque solamente tiene ese aparato para conectar al enchufe de la pared y porque es el Único que lo acompaña, el Único que le conversa, le canta y le susurra en las noches.

Se va al baño que comparte con los demás inquilinos. Por suerte no tiene que saludar a nadie, a estas alturas de la noche, a estas alturas de la vida la cara de culo es indisimulable. Orina sus penas, caga sus desgracias y mientras se baña las manos con jabón Rey el espejo amarillento y manchado le dice que está viejo y que se ve ridículo. Se odia, se desprecia, siente lástima por él mismo. Se moja la cara y se embadurna de jabón, se estriega con fuerza, con rabia, con frustración, como tratando de quitarse la vejez y la ridiculez, como escarbando en un rostro que no es el suyo para encontrarse con uno que lo haga sentir mejor. El jabón sucio se escurre por el sifón lleno de pelos de vecino, se enjuaga las manos y vuelve a su cuarto de tres por dos, al viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero, a los vasos sucios, al plato con moronas de pan, al cenicero de aquí y a los otros de por allá, al par de cajas  llenas de ropa, a los zapatos gastados al lado de las cajas, al pedazo de pared lleno de stickers de caritas felices, a la mesa y al Único radio.

El locutor de la emisora, consciente de que a esa hora no lo escucha mucha gente y de que quienes lo escuchan no esperan efusividad ni sobresaltos de su parte, habla con calma y una exhalación inoportuna delata su vicio de media noche. “Que se destapen las botellas y que se llenen las copas”, dice como preámbulo para la canción que sigue, y como por casualidad, del otro lado de la radio, sentado sobre el viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero se abre la botella de licor barato que venden en la panadería. Escuchaba “Viejo farol que alumbraste mi pena / aquella noche que quise olvidar…” y mientras seguía la letra de la canción en la mente, pasaba el primer trago. Canción tras canción se fue vaciando la botella. En algún momento de la mañana, cuando aleteaban los gallos más madrugadores y los primeros buses empezaban su recorrido, el contenido de la botella desapareció y el hombre soltero cayó dormido sobre el viejo colchón matrimonial.

Son un poco más de las diez de la mañana cuando despierta. Ve su cuarto de tres por dos, el viejo colchón matrimonial donde duerme un hombre soltero, los vasos sucios, el plato con moronas de pan, el cenicero aquí y los otros por allá,  las dos cajas  llenas de ropa, los zapatos junto a las cajas, el Único radio sobre la mesa y el pedacito de pared lleno de stickers de caritas felices. Sonríe. Levanta la almohada, saca un sticker de carita feliz y lo pega al lado de los demás. Sonríe de nuevo. Se baña, se viste y desayuna aguadepanela y dos panes, toma la peluca y el maquillaje, va al baño y se pinta esa sonrisa inmensa que llama la atención de la gente. Toma el billete que agitará como banderita de patriota en el día de la independencia para mostrarle al chofer del bus que no se va a subir a pedir plata. Camina hasta la panadería, cruza la calle y para el primer bus que ve venir, se sube por la puerta de atrás mientras aplaude y ríe estrepitosamente, una señora salta por la sorpresa y él, con una voz chillona, le dice: “No se me asuste señora que yo vengo es a alegrarle la mañana, mi nombre es Juanchís, el payasito feliz…”

julio 17, 2011

Across the Universe

Caminando por la calle, un cigarrillo en la boca y una mano entre el bolsillo. Así ando casi siempre, con la mochila en el hombro y los audífonos puestos. Me gusta mucho recorrer el centro, una calle, otra calle, una casa vieja, un callejón solitario, una casa abandonada, una iglesia oscura. El semáforo está en rojo, miro mi cigarro y veo que ya va por la mitad, en esas escucho “…she’s back in the atmosphere with drops of Jupiter in her hair…” y pienso, ¿será que en Júpiter llueve tanto como acá? ¡Quién sabe! Cuando llovía la gente usaba paraguas, guantes, botas de caucho y chaquetas grandes, e imploraba por sol; ahora que hace sol, que los paraguas –con mucha facilidad, hemos de admitir- se han convertido en sombrillas, que las mujeres lucen más sexys en las calles con blusas ligeras y gafas oscuras, la gente pide un poquito de lluvia, pero no mucha, no sea que nos inundemos de nuevo.

Nadie entiende a la gente, y nadie me entiende a mí. Me quejo de todo y de nada, peleo con el televisor y con el computador, viendo fútbol o simplemente las noticias. Soy de esos seres molestos e insoportables que pelean porque el café está muy caliente y quema la lengua, y también pelean porque está muy frío y el café frío es horrible. Soy de esos que no llaman a los amigos así los extrañen mucho. Ese es mi pan de cada día, recuerdo a mis amigos, sonrío, los pienso, recuerdo, sonrío, me dan ganas de llamarlos y saber cómo están, pero no lo hago; siempre tengo minutos en el celular pero no sé por qué no los gasto con ellos. Con todo y eso, hay gente que me quiere, que les tocó acostumbrarse y resignarse a tener un amigo como yo, que olvido los cumpleaños, que prefiero enviar un mensaje a llamar, que no expreso sentimientos, ni alegrías ni tristezas ni triunfos ni derrotas, nada. Que prefiero caminar solo por el centro con un cigarrillo en la boca y una mano entre el bolsillo, con la mochila en el hombro y los audífonos puestos.

El muñequito rojo que se para de pie bajo la pequeña sombra del semáforo ahora se apaga y se enciende el otro muñequito, ese que tiene una pierna derecha y la otra levantada hacia el frente. Todo indica que hay que cruzar la calle. Y, ¿yo para dónde iba? ¡Ni idea! Pero con este calor, me están dando ganas de irme para Júpiter.

Júpiter. La canción decía que había gotas, seguramente de lluvia, si hay lluvia calma el calor. Mucha gente dice que es mejor sentir calor que frío, si hace calor uno se moja o se para frente a un ventilador y se le quita, si hace frío es más difícil. Los pies me pesan más, el cigarrillo ya se acabó y me dejó ese saborcito tan maluco que suelen dejar los cigarrillos en la boca de quienes los fuman. Si estuviera en Júpiter miraría hacia el cielo, abriría la boca, sacaría la lengua y saciaría mi sed, cuando volviera a mi casa de pronto alguien cantaría “… he’s back in the atmosphere with smell of Jupiter in his breath…”, pero estoy acá, en el centro, con este sol sabanero lo único que podría esperar si levanto la cara al cielo y abro la boca es quedarme ciego –al menos por un momento- por los rayos del sol en mis ojos o recibir una porción de mierda palomera. Sería mejor si estuviera en Júpiter. Saltaría por los charcos jupiterianos y salpicaría a mis amigos jupiterianos, besaría una jupiteriana bajo la lluvia y después huiría dejándole el recuerdo y el sabor de mis besos terrestres. Suena bien, pero cada vez que me mojo por rehusarme a usar paraguas estornudo por varios días y mis clases se interrumpen mientras me sueno los mocos. Tome aguapanela caliente, acuéstese temprano, métase entre las cobijas, no salga de noche, no llegue tarde, no fume. Mejor no, mejor no voy a Júpiter. Mejor me quedo acá.

¡Regáleme una botella de agua, y, bueno, un cigarrillo… mustang azul, por favor! Casi no me gusta la lluvia. Si la cuestión es de calor, para esa gracia me voy para Plutón, allá hace frío. Aunque pensándolo bien no debe ser muy bueno ir allá, después que un científico dijo que ya no era un planeta sino un planetoide todos sus habitantes habrán entrado en una depresión profunda, supongo yo. Pasar de planeta a planetoide no debe ser agradable, se debe sentir igual que pasar de jefe a empleado, o de artista a policía, o de arrendador a arrendatario, o de profesor a policía, o de rico a pobre, o de estudiante a policía. Y si la gente en Plutón se estaba sintiendo como policía, con seguridad tratarían a sus visitantes de mala manera: “¿No le alcanzó para ir de visita a un planeta y se vino a este miserable planetoide?”. Ya no serán hijos de Plutón, serán unos completos hijos de putos, supongo yo; al fin y al cabo dejaron de ser habitantes de un planeta para convertirse en  habitantes de un planetoide. Ni Júpiter ni Plutón.

Urano tampoco. Si llegara tarde a clase de inglés y me preguntaran “Where have you been?” no podría responder “I’ve been to Uranus” sin reírme frente a mi interlocutor. Es molesto que se rían en la cara de uno, deja a entrever una burla, y que se burlan de uno; y ¿qué responder cuando me digan? What are you laughing at? Are you laughing at me?Entre risas y con respiración ahogada diría “No, no, no, of course not. It’s just that I spent the day exploring your anus, digo, Uranus and I didn’t really like it, it’s extremely dry and it stinks… plus, commuting from Uranus to this class was really hard”. Si yo fuera estudiante en esa clase, mi profesor me llevaría en la mala por ese tipo de chistes (tipo pendejo), tendría que pelear mucho y discutir por notas y pedir un segundo evaluador. Si yo fuera el profesor de esa clase, probablemente me sentiría frustrado de no poder hacer ese tipo de chistes (pendejo tipo A) porque nadie en el salón los entendería, o simplemente tendría que abstenerme de hacerlos por respeto a mis estudiantes y decir “There was a traffic jam” a secas, o mejor aún, y más a mi estilo: “It’s non of your fucking business”. Lástima que eso tampoco lo pueda decir. Ni Júpiter ni Plutón ni Urano.

Mercurio tampoco. Si no soporto el calor sabanero de Bogotá, ni el calor rolo paseador de Melgar, ni el calor con buena vista de Medellín, ni el calor del infierno, ni el calor de un bus, ni el calor de un carro con las ventanas arriba, ni el calor de un salón en examen final, ni el calor de una reunión de trabajo aburridora –acaso ¿no lo son todas?-, ni el calor de un sauna, ni el calor de… ¡Sauna! Eso me hace pensar en otras cosas, y, bueno, hay un calor que no me molesta en absoluto. ¡Sí! Ese calor que lo hace a uno estremecerse, ver rayos, relámpagos y estrellas fugaces aunque esté en un cuarto de hotel ¡ese calor! la debilidad de las criaturas de los dioses, la ambrosía del hombre, ese calor ¡ese calor! que nos hace sudar, rasguñar, besar, agarrar, babear, morder, gemir, suspirar, sonreír, gritar, soñar, fantasear, revivir, sentir, desear, querer, amar, ese calor que nos hace olvidar todos los problemas, morir y resucitar cinco segundos después. Ese calor sí me gusta, y para ese calor no tengo que ir hasta mercurio, aquí está bien. Mercurio tampoco. Ni Júpiter ni Plutón ni Urano ni Mercurio.

El pito ensordecedor de una camioneta, de la mano del grito de su conductor diciendo: “Despierte maricón, ¿está en otro planeta o qué?” me salvan de ser arrollado por la camioneta de  un chofer de mal genio. Sonrío y digo: “No, señor. Todavía no me decido por ninguno”, y mejor sigo pensando ¡Ya sé… Venus! Venus se llama uno de los canales educativos más famosos entre los hombres, generalmente después de los doce años de vida; para aquel o aquella que sea mojigato y finja no conocerlo, ¡sí! es un canal pornográfico, de los más populares, pero hay que verlo por lado bueno: el porno enseña muchas cosas, enseña cómo hacerlo cuando no hay experiencia, enseña posiciones para intentar en casa, enseña que uno nunca sabe cuando un domicilio o la visita de una prima de tu esposa se puede convertir en un trío, y enseña que si tienes la mente muy abierta cuando encuentres a tu mujer con su amante es bueno dejar a un lado la rabia y los egoísmos sexuales para disfrutar de un menage a trois. La diosa de la antigüedad, que algunos llaman Afrodita, también era conocida como Venus, deidad del amor y la belleza. Por otra parte, pero sin irse muy lejos, dice una parte del título de un libro que “Las mujeres son de Venus…”. Es decir que si me voy para Venus lo único que voy a encontrar son muchas mujeres bellas que querrán tener sexo conmigo, viéndolo así todo está bien, pero habrá amor, se enamorarán, esperarán que les diga que las amo después de hacerlas mías o que las llame al otro día, pero si no llamo a mis amigos mucho menos a una venusina. Así me dé calor del que me gusta, Venus tampoco. Ni Júpiter ni Plutón ni Urano ni Mercurio ni Venus.

Ya me terminé el agua, siento el pantalón pegado a las piernas, las medias húmedas de sudor (sin pecueca, espero), se ven unas goticas mojando la camiseta, y ya no hay más agua. Recordé a dónde iba, un par de cuadras más y llegaré, un saludo, un beso, hola, buenos días, otros dos besos, ¿cómo están?, la oficina: más agua y aire acondicionado, sólo un par de cuadras más. Mientras tanto, sigamos pensando, a ver, ¿qué tal ir a Marte? o ¿aMarte? Son dos opciones. Después de tanto andar por la vida, y de pensar tantas cosas, sé que no quiero la lluvia enfermadora de Júpiter, ni la descortesía emo de los plutonianos, ni hacer chistes pendejos con Urano, ni soportar calores infernales en Mercurio, y mucho menos –así suene descabellado- amar venusinas. He caminado, he corrido, he bailado, he jugado, he amado, he sufrido, he roto corazones, he llorado, he reído, he andado, he soñado, he leído, he escrito, he estudiado, he comido, he cocinado, he hecho muchas cosas y otras tantas he dejado de hacer, la mayoría por no tomar la decisión de hacerlas. Esta vez será diferente, esta vez lo haré, porque es lo que quiero y es lo único que me hace falta, no decidiré ir a Marte, no me gusta mucho el rojo. Quiero ser feliz, sonreír, amar, hablar, caminar, correr, cocinar, estudiar, morder, agarrar, besar, gritar, bailar, soñar, reír, comer, jugar, lamer, rasguñar, gemir, morir, vivir, crecer, y todo lo que traiga la vida quiero hacerlo a tu lado, por eso he decidido, irrevocablemente, aMarte. Amarte todos los días, y de vez en cuando llevarte conmigo, que me acompañes a caminar por el centro, y ahí estaré casi como siempre: con un cigarrillo en la boca y una mano agarrando la tuya, la mochila en el hombro y sin audífonos; hablándote de mundos y planetas, contándote anécdotas, inventándote historias, declamándote poemas, besándote en la boca, y en un día de esos, de pronto nos demos una vuelta por el universo sólo para que cuando tus amigos y mis amigos nos vean llegar canten “… now they’re back in the atmosphere with drops of Jupiter in their hair…

junio 07, 2011

Diecinueve (Fragmento)

-Y usted, ¿cómo se llama?
-¿Yo? Dígame diecinueve.
-¿Diecinueve?
-Sí, diecinueve, como el número. Así me dice todo el mundo y es mejor que no pregunte por qué.

En esos momentos es simplemente imposible no preguntar por qué, su tono amenazante no era suficiente para acallar mis dudas, pero ni siquiera sabía quién era ese hombre; sus manos no demostraban que fuera un ejecutivo o un profesor, ni músico ni pintor, y sus pantalones sucios y un tanto roídos, los tatuajes en los brazos y los tenis gastados evidenciaban  el disfrute de su goce pagano y su vida mundana. Era mejor olvidarse del asunto, no buscar problemas con deconocidos y no hacer preguntas que no importaban, por eso al cabo de un par de tragos más y medio cigarrillo ya se me había olvidado el asunto. Jim Morrison bailaba en la pantalla del televisor y yo trataba de pensar en otra cosa, ¿qué hora será?

He de confesar que aquello de la amnesia inducida no va conmigo, por eso cuando el señor que servía los tragos en el bar dijo: “Diecinueve, ¿otro ron?”, mandé la copa de tequila a mi boca, como tomando impulso para preguntarle “Oiga don Diecinueve, y ¿a usted por qué le dicen así?  Mientras me decidía, mi pie seguía el ritmo de la guitarra de Robbie Krieger y el humo azul del cigarrillo cambiaba de color por efectos de las luces del antro, miraba fijamente a la cara de Diecinueve. ¿Treinta y cinco? ¿Treinta? ¿Treinta y dos? ¿Diecinueve? ¡No! Diecinueve no. Obviamente tenía más de treinta años, lo cual implicaba que el apodo no hacía alusión a su edad. Tal vez cargaba en su conciencia la vida de diecinueve preguntones desafortunados, de ser así yo no quería ser quien ocasionara la mutación de su apodo a Veinte; además, es más sonoro Diecinueve que Veinte. ¿Mujeres? ¡No! Con esa pinta no podría mantener ni a una mujer, a duras penas conseguirá dinero para venir a tomar ron en este bar.

-¡Otro tequila, por favor!
-¿Qué me mira?
-Nada, don Diecinueve. No hay nadie más en la barra, mi silla está hacia ese lado, por eso miro hacia allá.
-¿Don Diecinueve? –dijo entre risas- si me va a llamar por mi apodo dígame Diecinueve.
-Está bien, Diecinueve ¿Hace cuánto que lo llaman así?
-Desde ese día…

Sus ojos dejaron de verme, bebió por completo el vaso de ron que tenía en la mano y con la mirada hacia el piso, salía humo de su boca sin decir nada. Pensé que tal vez hubiera sido mejor no preguntar nada, tomarme mi tequila en silencio y escuchar música, esa era la idea en un principio. Sólo quería saciar mi curiosidad por haber escuchado un apodo tan poco usual y de un momento a otro lo único que deseaba era que cuando levantara la cabeza no fuera con mirada de odio y un arma apuntándome al pecho, mientras decía “¡Ahora me dirán Veinte!”.

-Déjeme una botella de ron acá en la barra, Carlos –dijo mientras levantaba la cabeza.
-Y a mí sírvame otro tequila, por favor.

El video del concierto de The Doors dejó de ser mi centro de atención. Ahora Diecinueve me miraba a la cara y, a juzgar por su reacción cuando le pregunté hacía cuánto lo llamaban así, la historia sobre su seudónimo era algo que no podía dejar pasar. Se acomodó en su silla, y pisando el cigarrillo que tenía en la mano, comenzó a contarme…

febrero 10, 2011

HAY QUE HABLARLE AL AGUARDIENTE



Con este texto, como con todo lo que digo y escribo, no pretendo generar controversias, convencer a nadie de nada, hacer una apología a nada, ni absolutamente nada. Como todos, la única intención es la de escribir, expresarme y divertirme. Esta nota nace a partir de en un artículo científico que me encontré en internet hace algún tiempo, seguramente en una noche de copas.


Son muchos los problemas que trae consigo el licor. Aunque podemos abordarlos desde múltiples puntos de vista, aquí sólo plantearé dos: cuando nos gusta beber y cuando no. Debo admitir que a mí, so pena de ser juzgado (no me importa) y a pesar de los consejos de mi familia y mis amigos, me gusta. No soy alcohólico; puedo vivir muchos días sin beber, no me hace falta, puedo parrandear y disfrutar un paseo sin siquiera una cerveza, pero mis allegados saben que el aguardiente es mi debilidad. Sin embargo esta nota no girará en torno a mí, entonces, volvamos a los problemas:

Si no te gusta beber, el problema más grande será encontrarse frente a un amigo o allegado ebrio, porque no hay peor cosa en la vida que aguantarse a un borracho cuando se está en sano juicio (o cuando se vive en un eterno sano juicio). Si eres la novia abstemia de un borracho tendrás que aguantar los llamados nocturnos o 'madrugadurnos' diciendo cuánto te ama y cuánto te desea, tal vez haciendo más énfasis en lo segundo que en lo primero; tendrás que pedirle que no tome mucho en las fiestas familiares a las que lo lleves; odiarás a sus amigos borrachos, pero tendrás que aguantártelos por amor a él; seguro pensarás que si se casan, o se arrejuntan en pecado, tendrás que vivir con la angustia de un esposo borracho que se vaya a jugar billar, rana, tejo, cartas, dominó, o lo que sea con los amigos un día a la semana y después llegue oliendo a trago (y cigarrillo, si fuma) a arruncharse a tu lado, y seguramente con ganas de sexo. 
Dejando al novio de lado, tú, chico o chica que no bebes, tal vez te enfrentes a un tío o un amigo que en cualquier reunión se siente al lado tuyo a decirte cuánto te quiere, te hable de cerca y te salpique el rostro con minúsculas partículas de saliva y alcohol, para después rematar su gesto afectivo agarrándote del cuello y juntando su frente con la tuya, haciéndote sentir la baba salpicada cada vez más cerca (lo peor sucede si por desgracia cae una gota en tu labio... eso es muy, muy, muy incómodo).

Ahora que si eres de los que si nos gusta beber, con seguridad, en algún momento te enfrentarás a alguno de estos inconvenientes. Es posible que en medio de la rumba un amigo, con ínfulas de Kid Pambelé (en lo “pelión” y en lo borracho), provoque una pausa en el jolgorio para que todos tengan que defenderlo del vecino de mesa; también puede ser que el momento de esparcimiento fraternal se dañe por el vómito incontenible de tu amigo (porque tú nunca lo haces, y si lo haces no te acuerdas). Otra situación, que pase de ser un problema a convertirse en un temor latente para un borracho y sus secuaces es quedarse sin trago, bien sea porque no hay dinero para comprar más o, en el peor de los casos, porque hay dinero pero no hay en donde comprar.

Sin embargo, y con poco temor a equivocarme, el mayor inconveniente que atemoriza a todo buen bebedor es emborracharse rápido, dañar la parranda y amanecer con un guayabo del demonio que no permita que el otrora alma de la rumba deje de ser un muerto viviente golpeado por el licor. Buscando los motivos de tal malestar, usualmente se concluyen las hipótesis en frases como "es que mezclé tragos", "es que no comí antes de beber", "es que no comí nada antes de acostarme", "es que no fui al baño antes de dormir", "es que esto y lo otro y bla bla bla". Como es natural, yo fui uno de esos que buscaba excusas hasta que un día, en un arranque de locura de esos que acostumbran agobiarme, tomé un trago de aguardiente en la mano y la botella que me habría de tomar esa noche en la otra y le dije cual si fuera un ser real: "sumercé, parcero, usted me gusta y yo le gusto, nos llevamos bien pero a veces me caes mal al día siguiente, mañana tengo que madrugar a viajar, me lo voy a tomar hoy, con gusto y con buen ánimo, y ud me promete que se maneja bien y no me va a dar guayabo mañana, no me va a enfermar ni a molestar, y no me va a hacer emborrachar mucho hoy, ¿estamos?". Así como ustedes probablemente lo estén haciendo, los humanos que me acompañaban en ese momento y que presenciaron tal acto, se reían y vociferaban a cerca de mi acto senil, o sencillamente pensaban “qué man tan loco” mientras yo reía al ver sus rostros llenos de asombro (una vez más).

Hace un par de semanas leí un artículo en internet que daba cuenta de la falsedad de las excusas que damos al guayabo y a emborracharnos, y de la autenticidad, veracidad y efectividad de mi 'acto senil'. Dice el corresponsal, respondiendo a la pregunta de si mezclar bebidas emborracha más, que "Se trata de un mito, según los expertos. La tasa de etanol en sangre depende exclusivamente de la cantidad ingerida de este alcohol"; como quien dice: uno no se emborracha por mezclar aguardiente sin azúcar y aguardiente normal, por mezclar tragos claros con tragos oscuros, ron con gaseosa. NO. Uno se emborracha sencillamente porque bebe como un animal.

Se preguntarán ustedes apreciados lectores, ¿en dónde justifica eso mi acto de locura? El link que leí también decía que  “También influyen factores psicológicos: hay experimentos en los que personas que creen haber ingerido bebidas alcohólicas, cuando en realidad se les ha servido copas sin alcohol, muestran signos de la embriaguez.” Por lo tanto, hablarle al aguardiente no es un acto de locura, al contrario, es muy cuerdo si no quieren amanecer enguayabados. No es un tipo de auto-aconductamiento o predisposición psicológica por parte mía, no es que yo crea que el aguardiente no me va a hacer daño; el truco está en ser lo realmente convincente cuando hables con el trago, háblale con ímpetu y sin dudas, muéstrale quién es la mente débil y quién está más arriba en la escala de la evolución, para que con tus palabras convenzas al aguardiente de que él solito es capaz de entrar en tu cuerpo y volver a salir sin causarte ninguna desgracia.