noviembre 20, 2016

UN LIBRO BAJO EL BRAZO


Tomar el tren, y cualquier medio de transporte, es tal vez una de las actividades más rutinarias -y por tanto aburridas- a las que un ser humano debe enfrentarse; más aún cuando debes usarlo de lunes a viernes, de mañana y de tarde para ir y volver de tu casa a la universidad. De vez en cuando sucede algo extraordinario; un vendedor divertido y locuaz, un performer talentoso, una conversación -ajena- entretenida o una canción nueva en la emisora. Ese día no sucedió nada de eso. Ese día vi al chico del libro.



No había recorrido más de tres estaciones y ahí se subió. Su ceño fruncido y su mirada fija en ningún lugar para evitar cualquier contacto visual con sus compañeros de viaje contrastaban con la sonrisa casi perfecta que yo sospechaba -y que luego habría de comprobar, sin querer- que ocultaba tras esa fachada de seriedad. No era un chico musculoso como los que me coquetean en el gimnasio de la universidad y no sabía si tenía algún talento oculto que me hiciera sentirme atraída por él, pero algo había. No sabía si era su peinado, su barba, sus lentes naranjas, los tatuajes que se asomaban bajo las mangas de su camisa o el hecho que el único objeto que llevara consigo fuera un libro bajo el brazo.



A pesar de estar de pie, no miraba su celular, no se movía más que para dejar pasar a la gente que subía y bajaba estación tras estación. Tampoco leía el libro, sólo lo llevaba ahí, bajo el brazo. Era imposible saber lo que estaría imaginando mientras contemplaba el mundo a través de esos lentes medio hípsters. Yo sólo deseaba que no se diera cuenta de que era yo quien lo contemplaba a él, eso y mi timidez habrían arruinado lo extraordinario de ese viaje. Era muy divertido imaginar a dónde iba, en qué trabajaba, qué le gustaba desayunar, si sabía cocinar, con quién vivía, si sabía bailar, si prefería el vino o la cerveza, si prefería Cortázar o Borges, Calamaro o Fito, si era buen conversador, si prefería usar las escaleras o el ascensor, si le gustaba sentarse en el balcón a contemplar la ciudad o el atardecer, si tenía balcón (obviamente), si veía las noticias en televisión o las leía por internet, si tenía su cuarto lleno de afiches, de pinturas o de fotos, si besaba bien o era torpe, si esas manos delgadas sabían recorrer una espalda con calma y delicadeza o, por el contrario, era de esos hombres guapos pero sin talento para el amor.



Las estaciones quedaban atrás y yo sonreía imaginando todo sobre aquel muchacho sin nombre y sin voz. Durante mis cavilaciones el vagón se fue vaciando y frente a él quedó libre un asiento, pero no cualquier asiento; el chico que le estaba quitando lo ordinario a mi día se acomodó en uno de esos lugares que están de espaldas al frente. Suena raro, lo sé, pero ustedes me entienden. El caso es que después de fantasear e imaginar cosas sobre él, estaba ahí, en frente de mí. Ni bien encontró una posición adecuada, con todo lo difícil que es lograrlo en los asientos del tren, tomó el libro que tenía bajo el brazo y empezó a leer. Era un poco frustrante no poder ver el título, tal vez si sabía lo que estaba leyendo me enamoraría para siempre o me desencantaría como tantas veces. En ese momento descubrí dos aspectos positivos: por un lado, sus gafas no eran sólo para estar a la moda, sino que además las usaba para leer; por otro lado, y más reconfortante que lo anterior, mientras leía sonrió y me di cuenta de que mis predicciones sobre la perfección que se asomaba tras sus labios era real y absoluta.



Faltaban sólo tres paradas para bajarme y estaba tratando de juntar el poco valor que estaba desparramado por todo mi cuerpo de mujer tímida para decirle algo, dejarle mi número de teléfono o algo que me permitiera tomar un café con él un día y comprobar cuáles de mis teorías sobre él eran ciertas. No me dio tiempo de nada. Se levantó del asiento, se acercó a mí, como sosteniendo nuestras miradas con un silencio majestuoso que se rompió cuando, a no más de 20 centímetros de mis labios, en su acento de no ser de acá, con voz suave pero profunda, parafraseó aquella canción que ni recordaba que existía: “¿Sabes? ¡Tu sonrisa es la magia de los rock and rolles!”. Después se fue a la puerta justo cuando el tren llegaba a la estación. Se bajó y, mientras me ofrecía su amplia e inolvidable sonrisa, levantó su mano para enseñarme el libro que leía: “Manual práctico para enamoramientos efímeros a bordo de un tren cualquiera”.





Darwin Caballero

Noviembre de 2016

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