Tomar el tren, y
cualquier medio de transporte, es tal vez una de las actividades más rutinarias
-y por tanto aburridas- a las que un ser humano debe enfrentarse; más aún
cuando debes usarlo de lunes a viernes, de mañana y de tarde para ir y volver
de tu casa a la universidad. De vez en cuando sucede algo extraordinario; un
vendedor divertido y locuaz, un performer
talentoso, una conversación -ajena- entretenida o una canción nueva en la
emisora. Ese día no sucedió nada de eso. Ese día vi al chico del libro.
No había
recorrido más de tres estaciones y ahí se subió. Su ceño fruncido y su mirada
fija en ningún lugar para evitar cualquier contacto visual con sus compañeros
de viaje contrastaban con la sonrisa casi perfecta que yo sospechaba -y que
luego habría de comprobar, sin querer- que ocultaba tras esa fachada de
seriedad. No era un chico musculoso como los que me coquetean en el gimnasio de
la universidad y no sabía si tenía algún talento oculto que me hiciera sentirme
atraída por él, pero algo había. No sabía si era su peinado, su barba, sus
lentes naranjas, los tatuajes que se asomaban bajo las mangas de su camisa o el
hecho que el único objeto que llevara consigo fuera un libro bajo el brazo.
A pesar de estar
de pie, no miraba su celular, no se movía más que para dejar pasar a la gente
que subía y bajaba estación tras estación. Tampoco leía el libro, sólo lo
llevaba ahí, bajo el brazo. Era imposible saber lo que estaría imaginando
mientras contemplaba el mundo a través de esos lentes medio hípsters. Yo sólo deseaba que no se
diera cuenta de que era yo quien lo contemplaba a él, eso y mi timidez habrían
arruinado lo extraordinario de ese viaje. Era muy divertido imaginar a dónde
iba, en qué trabajaba, qué le gustaba desayunar, si sabía cocinar, con quién
vivía, si sabía bailar, si prefería el vino o la cerveza, si prefería Cortázar
o Borges, Calamaro o Fito, si era buen conversador, si prefería usar las
escaleras o el ascensor, si le gustaba sentarse en el balcón a contemplar la
ciudad o el atardecer, si tenía balcón (obviamente), si veía las noticias en
televisión o las leía por internet, si tenía su cuarto lleno de afiches, de
pinturas o de fotos, si besaba bien o era torpe, si esas manos delgadas sabían
recorrer una espalda con calma y delicadeza o, por el contrario, era de esos
hombres guapos pero sin talento para el amor.
Las estaciones quedaban
atrás y yo sonreía imaginando todo sobre aquel muchacho sin nombre y sin voz. Durante
mis cavilaciones el vagón se fue vaciando y frente a él quedó libre un asiento,
pero no cualquier asiento; el chico que le estaba quitando lo ordinario a mi
día se acomodó en uno de esos lugares que están de espaldas al frente. Suena
raro, lo sé, pero ustedes me entienden. El caso es que después de fantasear e
imaginar cosas sobre él, estaba ahí, en frente de mí. Ni bien encontró una
posición adecuada, con todo lo difícil que es lograrlo en los asientos del
tren, tomó el libro que tenía bajo el brazo y empezó a leer. Era un poco frustrante
no poder ver el título, tal vez si sabía lo que estaba leyendo me enamoraría
para siempre o me desencantaría como tantas veces. En ese momento descubrí dos aspectos
positivos: por un lado, sus gafas no eran sólo para estar a la moda, sino que además
las usaba para leer; por otro lado, y más reconfortante que lo anterior,
mientras leía sonrió y me di cuenta de que mis predicciones sobre la perfección
que se asomaba tras sus labios era real y absoluta.
Faltaban sólo
tres paradas para bajarme y estaba tratando de juntar el poco valor que estaba
desparramado por todo mi cuerpo de mujer tímida para decirle algo, dejarle mi
número de teléfono o algo que me permitiera tomar un café con él un día y comprobar
cuáles de mis teorías sobre él eran ciertas. No me dio tiempo de nada. Se
levantó del asiento, se acercó a mí, como sosteniendo nuestras miradas con un
silencio majestuoso que se rompió cuando, a no más de 20 centímetros de mis
labios, en su acento de no ser de acá, con voz suave pero profunda, parafraseó
aquella canción que ni recordaba que existía: “¿Sabes? ¡Tu sonrisa es la magia
de los rock and rolles!”. Después se fue a la puerta justo cuando el tren
llegaba a la estación. Se bajó y, mientras me ofrecía su amplia e inolvidable
sonrisa, levantó su mano para enseñarme el libro que leía: “Manual práctico
para enamoramientos efímeros a bordo de un tren cualquiera”.
Darwin Caballero
Noviembre de 2016
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